"Yo sí soy un hombre. Un hombre, tan hombre, que me desmayo cuando se
despiertan los cazadores. Un hombre, tan hombre, que siento un dolor agudo en
los dientes cuando alguien quiebra un tallo, por diminuto que sea. Un gigante,
tan gigante, que puedo bordar una rosa en la uña de un niño recién nacido."
Federico García Lorca, El
público, 1930.
Aunque no aparezcan como prioridades en los programas electorales de los partidos,
estoy convencido de que los dos grandes retos del presente siglo tienen que ver con la superación del orden
patriarcal y con la urgencia de frenar el desastre ecológico que estamos sufriendo.
Dos objetivos que van de la mano porque ambos tienen que ver con un modelo
basado en el paradigma de un sujeto individualista y depredador. Justamente por ello los dos horizontes
dependen en gran medida de la superación de un referente hegemónico de
masculinidad que durante siglos, y todavía hoy, nos sigue marcando a los
varones cómo debemos ser si queremos sentirnos hombres de verdad.
Las múltiples injusticias que tienen como principales víctimas a las
mujeres del planeta sólo cesarán en la medida en que seamos capaces de superar
el pacto que históricamente ha servido para situarnos a nosotros en una
posición de jerarquía, y por tanto de dominio y control, sobre ellas. No será
posible poner las bases de un nuevo contrato social, en el que al fin mujeres y
hombres seamos sujetos equivalentes, si los hombres no estamos dispuestos a
bajar del púlpito en el que hemos históricamente disfrutado de la comodidad, y
de la seguridad, de sabernos con derecho a todo. Y ello pasa necesariamente por un proceso que
ha de ser personal y político. Personal en cuanto ha de conllevar que nos
situemos delante del espejo y que frente a él seamos capaces de ser conscientes de los
muchos privilegios de los que gozamos, pero también de la carga pesada que
supone responder continuamente, ante nosotros mismos y ante los demás, de
nuestro cumplimiento riguroso de los mandatos de virilidad. Político, ya que ha
de llevarnos a la superación de las estructuras - políticas, económicas, jurídicas, culturales
– sobre las que hemos prorrogado nuestro monopolio del poder y su ejercicio de
forma masculina.
Ese doble proceso debe partir de la toma de conciencia de
algo tan evidente, o que debería serlo, como que la igualdad de mujeres y
hombres dista de ser una realidad efectiva, y de que nosotros, en cuanto
sujetos siempre privilegiados, tenemos
una singular responsabilidad en conseguir que ese estado de cosas se modifique.
Una responsabilidad que debería empezar por superar nuestros silencios
cómplices y la actitud comodona que supone considerar que las discriminaciones
que sufren ellas no nos interpelan a nosotros. Es decir, deberíamos empezar por
convertirnos en sujetos militantes contra la desigualdad, en rebelarnos contra
cualquier atropello o explotación de las mujeres, en indignarnos públicamente
ante cualquier violencia de las múltiples que cada día sufren nuestras
compañeras de vida.
Esta transformación no solo nos llevará a una sociedad
plenamente democrática, y por lo tanto más justa, sino que también provocará el
efecto de que nosotros, los hombres, nos reconciliemos con muchas parcelas de
la humanidad que hemos rechazado siempre por considerarlas femeninas. Es decir,
convertirnos en otro tipo de hombres pasa por disfrutar y ejercitar nuestra
dimensión emocional, por asumir que
somos también seres vulnerables y por tanto necesariamente interdependientes, y
por renunciar al fin a esa terrible exigencia que nos obliga a ser el héroe de
la película, el ambicioso depredador o
el líder de la manada. Todo ello habrá
de llevarnos también a revisar la manera en qué amamos, la forma en que vivimos
la sexualidad o incluso la posibilidad, si es que alguna vez no la planteamos,
de entablar relaciones de íntima afectividad con nuestros iguales sin temor a
ser calificados de “mariconazos”.
Solo
mediante esa suma de compromisos individuales y colectivos, que
obligatoriamente han de nutrirse de las enseñanzas de la ética feminista,
podremos dar el salto hacia unas democracias auténticamente paritarias. En las que
ni ellas sean sufridoras del patriarcado ni nosotros privilegiados
administradores del poder y la autoridad. En las que todas y todos podamos
tener no solo una habitación propia sino también espacios compartidos donde las
etiquetas de género no condicionen nuestra libertad. Y en las que al fin, los hombres, no nos
avergoncemos de bordar rosas en las uñas de un recién nacido.
Publicado en la revista ESQUIRE, nº 116, marzo de 2018.
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