Además
de mostrarnos el mal olor de las tripas de las democracias en general, y de la
norteamericana en particular, El caso
Sloane es un más que interesante thriller en el que el protagonismo
absoluto, cosa poco habitual en el cine en general y en este tipo de películas
en particular, corresponde a una mujer. Y se trata de una mujer empoderada, que
pisa fuerte, triunfadora en lo público, con liderazgo y autoridad. El personaje
de Elizabeth Sloane, que interpreta de manera rutilante una impresionante
Jessica Chastain, nos muestra un modelo de mujer que en definitiva reproduce al
milímetro todos los esquemas de comportamiento del varón al que podríamos
enmarcar dentro de la “masculinidad hegemónica”. De hecho, en uno de los
diálogos tan brillantes que tiene la película otra mujer le recrimina
literalmente que solo le falta tener una polla. Y es que comprobamos como Elizabeth es una
mujer que se ha volcado hasta el extremo en su vida profesional, de manera que
carece de vida personal y/o familiar, que para dotarse de autoridad no duda en
mantener actitudes y comportamientos agresivos y poco empáticos (por ejemplo
con las personas que trabajan a sus órdenes), que parece no tener escrúpulos a
la hora de luchar por un objetivo y a la que apenas vemos mostrar emociones,
sentimientos o algo de empatía. Es el caso evidente de mujer que triunfa en lo
público, en este caso en el nauseabundo mundo de los lobbies norteamericanos,
asumiendo los patrones y las reglas del juego dictadas por el patriarca. Una
mujer que ha optado por situarse en el “orden dominante” y por olvidar el “orden
amoroso” de la vida, que diría mi querida colega Laura Mora. De ahí que resulte
perfectamente coherente con el personaje propuesto que la veamos contratar el
servicio de prostitutos de la misma forma que en otras películas similares
hemos visto hacer a hombres necesitados de relaciones sexuales que les permitan
mantener el dominio y un evidente distanciamiento emocional. En este sentido, Sloane podría ser el equivalente femenino del Lobo de Wall Street que interpretó Di Caprio a las órdenes de Scorsese.
Elizabeth
Sloane, que finalmente acabará siendo prisionera de las mismas reglas del juego
de las que ella se ha valido para triunfar en un mundo de hombres, es un
ejemplo magnífico para que nos volvamos a plantear uno de los eternos debates que siempre surgen cuando hablamos de mujeres y poder: si el horizonte debe ser que
efectivamente haya más mujeres ejerciéndolo – en la política, en la
economía, en la cultura – , sin que tengamos que exigirles a ellas un plus de moralidad, de ética y no digamos de competencia; o si el reto verdadero sería que hubiera mujeres (y
hombres cómplices) con capacidad para transformar un modelo en el que de
momento parece haber cabida solo para el sujeto depredador, el homo economicus, que el neoliberalismo
ha elevado a la categoría de referencia suprema. A mí, personalmente, me
encanta ver en el cine mujeres tan poderosas como la que interpreta Jessica
Chastain, pero como ciudadano feminista sueño con una realidad en la que
sujetas (o sujetos) como ella no sean el referente. De lo contrario, me temo,
el olor a podrido del sistema no hará sino aumentar. Y como bien dice mi querida Amparo Rubiales, es hora de que desde el feminismo empecemos a hablar no solo en términos cuantitativos sino también de calidad.
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