Leo sobrecogido el relato de cómo Antonio Peñalver, el
subcampeón olímpico de Barcelona 92, sufrió abusos sexuales a mano de su
entrenador Miguel Ángel Millán (http://deportes.elpais.com/deportes/2016/12/17/actualidad/1482000887_427898.html)
y pienso en cuántos enormes armarios quedan todavía por abrir en nuestras sociedades neomachistas. Las palabras de
Peñalver, que se suman a las que poco a poco van dejando al descubierto el
dolor de tantos que un día se sintieron “puñeteros héroes” gracias a un guía todopoderoso
al que con frecuencia se encontraban encima al despertarse, nos desvelan uno de
los muchos rincones oscuros del patriarcado. El que tiene que ver con el abuso
del poder y el dominio erotizado, el que se usa y del que se abusa sobre los y
las más débiles, el que alimenta monstruos y genera víctimas de por vida.
La masculinidad hegemónica, construida históricamente sobre
el íntimo vínculo poder-violencia y que se ha traducido siempre en relaciones
jerárquicas entre el que está en el púlpito y aquéllos y aquéllas que están a
sus pies, no sólo ha convertido a las mujeres en las principales sufridoras de
los excesos del macho sino que también ha herido de muerte a los hombres
disidentes y a aquéllos que se han encontrado en una posición subordinada. Para
mantener el estatus de dominio, el jerarca ha tenido que usar siempre sus poderes
de seducción, tan ligados al poder que ha ejercido, y en última instancia la
violencia, en cualquiera de sus formas: física, psicológica, emocional, sexual
o puramente simbólica. Este brutal ejercicio del poderío masculino no solo se
ha proyectado, insisto, con respecto a las mujeres consideradas por naturaleza
desiguales y entregadas siempre a las necesidades del varón, sino también en
aquellos círculos de hombres en los que se han generado vínculos de una cierta
intimidad y que habitualmente han carecido de transparencia. Ahí está la
vergonzante historia de la pederastia en la Iglesia Católica para demostrarlo:
la más demoledora expresión de eso que el teólogo Juan José Tamayo ha
denominado “masculinidades sagradas” (http://revistas.udc.es/index.php/ATL/article/view/arief.2016.1.1.1396).
Durante siglos, en seminarios, colegios, parroquias y
noviciados, los “hombres sagrados” – obispos, diáconos, sacerdotes – han actuado
como dioses capaces por tanto de someter y denigrar, de exigir y de abusar, de
dictar la ley y de callar ante el pecado propio. El poder sobre las almas acaba siendo poder
sobre los cuerpos y todo ello en un contexto de moral represiva con la libertad
sexual, con la expresión de las emociones y con la diversidad de género. Los
mismos hombres enjaulados que interpretan las escrituras y lanzan proclamaciones
dogmáticas acaban convertidos en monstruos que rezan por las mañanas en público
y usan el látigo de sus placeres ocultos por las noches. Todo ello, además, con
el silencio cómplice de todos los que sabiendo han callado.
Esa concepción de la virilidad, que con frecuencia se
acompaña de homofobia interiorizada y de una brutal represión de la propia
identidad, se nutre y se multiplica en espacios de homosocialidad en los que existe
una fuerte estructura jerárquica, ya sea explícita o implícita, y en los que se
reafirma hasta la exasperación que ser hombre implica sobre todo no ser mujer. No
cabe duda de que tradicionalmente el deporte ha sido uno de esos ámbitos en los que
la virilidad dominante era la que marcaba las reglas e imponía fronteras en los
espacios. Unos espacios en los que individuos singularmente vulnerables –
menores de edad en general, chicos con problemas de identidad o con
dificultades socioeconómicas en particular – son las principales víctimas de un
sistema en el que es muy fácil sublimar lo que en un momento determinado puede
dar sentido la vida. En el caso de Antonio Peñalver, y de otros muchos que en
estos días se atreven a dar la cara, es evidente: “en esos momentos mi vida y
mi religión era el atletismo”. Una religión en la que existía un sumo sacerdote
que se creía dios, en las pistas y fuera de ellas, y una vida en la que el
aprendiz de todo que entonces era Antonio se sentía dependiente del que
consideraba “un puñetero Dios”.
La dramática historia del que un día se creyó un superhéroe y
luego tuvo que vivir una larga travesía de soledad y lágrimas nos revela que,
al igual que lentamente pero sin pausa ha ido ocurriendo con la violencia que sufren
las mujeres, nuestra sociedad necesita poner al descubierto todos esos
escenarios brutales en los que durante siglos ha ido engordando una
masculinidad tóxica. Debemos ayudar a las víctimas a que sean capaces de salir
de su silencio, a que se empoderen y a que se sientan acompañadas en el duro
proceso que supone reconocer que un día fueron meros objetos en manos de
aquellos a los que tenían por dioses. Y, sobre todo, debemos trabajar mucho más
en la revisión de un modelo de virilidad que provoca tanto dolor, que genera
tantas injusticias y que alimenta la ficción de un poder que al final solo se
mantiene desde el abuso y la coacción.
Solo desde esa revisión de las subjetividades masculinas, de las
relaciones entre ellas y, por supuesto, de las que mantenemos con las
femeninas, será posible reconstruir un orden en el que ya no haya lugar para los
depredadores. En el que al fin dejemos de creernos dioses y entendamos que la
clave es entrenarse para disfrutar de los afectos en horizontalidad. Sin
púlpitos ni látigos. Desde la gozosa autonomía que supone sentirnos dueños del
cuerpo y de la palabra, de los deseos y de los placeres y, claro está, del
heroísmo que supone ser conscientes de nuestra vulnerabilidad.
Publicado en THE HUFFINGTON POST, 20 de diciembre de 2016:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/masculinidades-toxicas_b_13721878.html
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/masculinidades-toxicas_b_13721878.html
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