Las primeras imágenes de Animales nocturnos son desconcertantes pero brutalmente bellas: esos cuerpos femeninos al margen de los cánones, las carnes rebosantes, el exceso convertido en arte, las carreteras que se entrecruzan, son la advertencia cinematográfica de las miserias y la superficialidad que nos rodean y de las que en ocasiones nos nutrimos. Esos cuerpos de mujeres más que gordas son una llamada de atención sobre cómo en este mundo no parece haber mucho espacio para los "monstruos" y, por tanto, es tan complicado ser felices de manera completa. Que eso lo plantee un diseñador que ha triunfado en el mundo de la moda no deja de ser paradójico o, en todo caso, perverso. Y es que la mirada de Tom Ford tiene mucho de esa belleza atravesada por la daga de las pasiones.
Varios años después de su fascinante A single man (2009), Tom Ford vuelve a seducirnos con una película hermosísima aunque dura, estéticamente impecable y cargada éticamente de reflexiones. El vacío que en muchos casos supone el triunfo en las sociedades contemporáneas, la culpa y la venganza como parte esenciales de compleja naturaleza humana o la delgada línea que separa la bondad de la maldad son algunas de las cuestiones que se plantean en unos fotogramas donde todo parece medido hasta el último milímetro, con la precisión artesana de un hombre que ama la belleza pero al que no le gusta quedarse en la superficie de las cosas. Sin embargo lo más interesante para mí de esta película, que se mueve en tres planos diferentes (el presente y el pasado de los protagonistas, el imaginado en la novela escrita por uno de ellos), es el personaje - o mejor dicho, los personajes - que interpreta de manera magistral Jake Gyllenghall. Edward, el escritor que envía a su primera mujer su novela "Animales nocturnos", se nos dibuja como un hombre débil, sin ambiciones, más pendiente de sus creaciones que de sus logros, sensible y nada heroico. Ese es el hombre que inicialmente enamora a Susan (una excepciona Amy Adams), la hija de una acomodada familia de Texas que no ve con buenos ojos la relación con un chico sin dinero (es magistral la escena del encuentro de Susan con su madre en la que ésta le advierte que acabará siendo como ella: "todas las mujeres acabamos siendo como nuestras madres"). Esa historia de amor romántica acabará cuando Susan se dé cuenta de que eso no es lo que quiere para su vida y busque otro hombre que precisamente se ajuste mucho más al que su madre quería para ella. Es decir, acaba dándose cuenta de que la masculinidad alternativa que representa Edward no es capaz de ofrecerle lo que ella sueña para su vida. Sin embargo, y aunque de distinta manera, Andrew y Susan quedarán para siempre heridos. De hecho, la película bien podría haberse titulado "Animales heridos".
Cuando Susan va leyendo el manuscrito de Edward, y se adentra en la terrible historia de violencia que da título a la película, va enfrentándose a su propio fracaso, a las pesadillas que no la dejan dormir, a la soledad de su casa de diseño y a los miedos que la han convertido en una mujer tristísima. La novela le devuelve, llevada al extremo de los hechos brutales que relata, sus propias traiciones, su egoísmo y, por supuesto, sus errores. En las páginas se ve a sí misma, a su hija, al hijo que no tuvo y por supuesto a mismo Edward. Este se convierte en la novela en un personaje masculino que, de manera muy próxima a él, es también un tipo tranquilo, cuidadoso, tierno, miedoso incluso y que se envuelto en una espiral de violencia que pondrá a prueba su integridad y su fortaleza. De la misma manera que Andrew es acusado durante toda su vida de debilidad, o por lo menos de tener, como diría de él Susan, una fortaleza que nada tiene que ver con la de los demás - "cree en sí mismo y cree en mí" -, el hombre de la novela es interpelado por una fratría masculina para que ponga a prueba su hombría. Para que actúe como el macho protector y como el que es incapaz de renunciar al uso de la violencia. Sin embargo, él aguanta, intenta no traicionarse y es víctima de su propia debilidad de hombre bueno. Una debilidad que, paradójicamente, le llevará finalmente a sacar de sí mismo el ansia de venganza que, por muy profunda que estuviera, se rebela ante el drama que le toca vivir. Una rebelión en la que estará acompañado de otro hombre solo, duro, frío y prisionero de sí mismo, que le ayudará en su tortuoso camino de búsqueda no tanto de la justicia sino de la venganza.
Tom Ford ha vuelto pues a situarnos en una escenario dramático: el de las soledades y las miserias, el de las bondades que hacen que las heridas no cicatricen, el de las formas que a la larga no pueden impedir que el fondo se haga visible. Y lo ha hecho con la intensidad que ya demostró en A single man y volviendo a colocar en el foco de su mirada a una masculinidad desnortada, prisionera de sí misma, frente a una mujer que aún pareciendo que lo tiene todo finalmente no tiene nada (en este sentido, hay una evidente continuidad con el personaje de Julianne Moore en A single man). Al igual que en su primera película, la extraordinaria música de Abel Korzienowski subraya no solo cada momento, sino también cada espacio apuntando el torbellino que supone luchar con las propias frustraciones y asumir que en ocasiones es imposible dar marcha atrás. Todo ello, además, en un mundo violento, de estereotipos que enjaulan y de masculinidad hegemónica que hace que tantas y tantos podamos perder el sueño y nos convirtamos en animales heridos, perdón, nocturnos.
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