El próximo 7 de noviembre, por vez primera en nuestro país,
las calles de Madrid serán ocupadas por, esperemos, miles y miles de voces que reclamarán que
la violencia de género se convierta al fin en un asunto de Estado. Gracias al
tesón y el impulso solidario de los colectivos feministas durante meses se ha
ido fraguando un movimiento que pretende reflejar no solo el dolor que provoca
el terrorismo machista sino también, y sobre todo, la indignación que causa su
progresiva devaluación en una agenda pública que cada vez se hace más cómplice
de la alianza entre neoliberalismo y patriarcado. Corren malos tiempos para la
democracia y corremos el riesgo de que las conquistas que las mujeres lograron
siglos en alcanzar se diluyan bajo una apariencia formal de igualdad. Los datos
objetivos demuestran que, pese a los logros jurídicos que en países como el
nuestro llegaron a alcanzarse en la pasada década, el patriarca sigue vivo y
que, en su versión más extrema, continúa disponiendo de los cuerpos de las
mujeres y hasta de sus vidas. Es decir,
y como bien explica Ana de Miguel en su libro Neoliberalismo sexual, vivimos en “sociedades formalmente
igualitarias” pero que siguen reproduciendo pactos que alimentan una posición desigual
de mujeres y hombres. Unos pactos cuya manifestación más terrible continúa
siendo la violencia que la mitad femenina, por el simple hecho de serlo, corre
el riesgo de sufrir en algún momento de su vida.
Los hombres, que durante siglos nos hemos beneficiado de los
privilegios de un contrato social – y del previo sexual – hecho a nuestra
imagen y semejanza, no podemos continuar callados ante una situación que
debería provocar la rebelión de cualquier demócrata. En unos momentos de
reacción “neomachista”, que tanto está contribuyendo a generar discursos que
generan confusión interesada, y de reafirmación de unas políticas neoliberales
que subrayan el modelo del sujeto depredador, es urgente que acompañemos de una
vez por todas a las mujeres en su lucha por la igualdad. Ello pasa no solo por
incorporarnos a la militancia feminista, sino también por someter a un serio
proceso de revisión un patrón de subjetividad masculina que continúa socializándonos
bajo el triángulo poder/autoridad/violencia. El que nos sigue marcando, desde
que nacemos, para que cumplamos con unas expectativas de género que nos siguen
identificando con los sujetos activos, proveedores y que solo saben definirse
en negativo, es decir, rechazando todo lo que tiene que ver con las mujeres. De ahí que sigamos también esclavos de una
vivencia de la afectividad y la sexualidad que nos convierte en superhéroes y a
ellas en cuerpos disponibles. Ahí están, por ejemplo, la pornografía y la
prostitución para certificarlo, convertidas en negocios clave
de estos tiempos de explotación salvaje.
Algunos hombres, no tantos como sería deseable y no a la
velocidad que la justicia de género reclamaría, hace un tiempo que empezamos a
plantearnos nuestra propia esclavitud con respecto
a un modelo de virilidad que genera víctimas principalmente femeninas pero que
también nos amordaza a nosotros mediante una serie de renuncias y crueles
exigencias. Como ya planteara a finales del XIX John Stuart Mill, hemos de
desaprender la “pedagogía del privilegio” en la que se nos sigue socializando y
deberíamos asumir como lucha política la revisión de un orden, el patriarcal,
que continúa provocando injusticias.
Por todo ello, y porque deberíamos dejar claro que muchos de
nosotros no queremos que se nos identifique con un patriarca nacido para el
ejercicio del poder y la violencia, los hombres deberíamos estar el próximo 7
de noviembre siendo más cómplices que nunca de nuestras madres, compañeras,
hijas, amigas y vecinas. No asumiendo el protagonismo que siempre nos
adjudicamos en lo público, ni queriendo sacar partido a una movilización que
han impulsado ellas y en las que ellas deben ser las principales protagonistas,
sino como partícipes de un movimiento social que debe dejar claro, de una vez por
todas, que una democracia que permite que sus mujeres sean asesinadas, o corran
como mínimo el riesgo de serlo, no merece tal nombre.
La marcha del 7N debería servirnos, además, para aprehender definitivamente
que todas y todos necesitamos del feminismo como llave para romper
definitivamente con un modelo de sociedad que nos sigue marcando como
desiguales por razón de nuestro sexo. En este sentido, me gustaría pensar que ese
próximo sábado de noviembre será el punto de partida para una revolución que, a
diferencia de las que se sucedieron a lo largo de la historia, no acabe olvidando a las
mujeres sino que, al contrario, las sitúe en primera línea. Una revolución que necesita que
nosotros mismos nos rebelemos contra el sujeto viril que nos aprisiona y que,
insisto, o será feminista o no será.
Publicado en THE HUFFINGTON POST, 1 de noviembre de 2015:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/por-que-los-hombres-deber_b_8421496.html?utm_hp_ref=spain
Comentarios
Publicar un comentario