Las recientes declaraciones del cardenal Cañizares, tan lejos de la misericordia que cabría esperar de un cristiano, no son sino un eslabón más en la larga cadena de discursos humillantes a los que nos tiene acostumbrados la jerarquía católica. Sus juicios de valor acerca de los que huyen del horror constituyen ciertamente una humillación de todos esos seres humanos que, en su lugar de origen, están privados de los derechos esenciales de cualquier individuo, es decir, el derecho a la vida y a vivir con unas condiciones mínimas de dignidad y seguridad. La negación de esos derechos básicos supone pues la negación de su humanidad. Por lo tanto, nada más indecente que poner en duda públicamente las razones de tanto dolor y la necesidad, la urgencia diría yo, de que abracemos con nuestros brazos de sociedad privilegiada a quienes han tenido la mala fortuna de nacer en un espacio que les niega el futuro. Si como sostiene el filósofo hebreo Avisahi Margalit una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros, es evidente que declaraciones como las de Cañizares son como mínimo indecentes. Incluso, y aunque entraríamos en el terreno siempre resbaladizo de los "delitos de odio" por su colisión con la libertad de expresión, podríamos pensar que rozan los límites penales al suponer un trato discriminatorio que incita, o puede hacerlo, al odio o menosprecio de determinadas personas por sus circunstancias personales o sociales. Algo a lo que por cierto ya nos tienen acostumbrados colegas del valenciano como los obispos de Granada o Córdoba en relación al colectivo LGTBI.
El gran problema de la Iglesia Católica en nuestro país es que sigue actuando en la esfera pública como si fuera un actor político más, o al menos como un agente social privilegiado, y por tanto influyente en una opinión pública en la que trata de imponer su moral particular como si fuera la universal. Es decir, sigue jugando al rol que tenía, y que ya no debería tener, en el régimen confesional al que se supone puso fin la Constitución de 1978. Todo ello, no lo olvidemos, con la complicidad, por acción u omisión, de unos poderes públicos que se resisten a abanderar el laicismo. Basta con recordar como alcaldes y alcaldesas de todo signo político continúan poniendo medallas a las vírgenes e incluso nombrándolas alcaldesas perpetuas.
Justo al día siguiente de las declaraciones del cardenal, el papa Francisco volvió a pedir un genérico perdón, en el que suponemos debemos entender incluidos los errores e incongruencias que nos continúan demostrando los jerarcas católicos. Por mucho que algunos de los discursos del jefe del Estado vaticano nos permitan albergar ciertas esperanzas sobre un cambio en el seno de la Iglesia, me temo que el mismo será solo de fachada mientras que no se remuevan los cimientos de una estructura jerárquica y patriarcal que mal casa con la democracia. Ello debería pasar, entre otras cosas, por reconocer la plena subjetividad de las mujeres en su seno, la extraordinaria diversidad del ser humano en sus facetas afectivas y sexuales y, por supuesto, la prioridad de la lógica emancipadora en su proyecto teológico. Sin ella, el cristianismo pierde toda su fuerza libertadora. La plena asunción de este programa ético debería conllevar a su vez la expulsión de quienes contradicen los valores de amor al prójimo, misericordia y hospitalidad que Jesús marcó casi como "programa electoral" en su sermón de la montaña. Un objetivo que difícilmente alcanzará un Papa carismático pero prisionero al fin de las estructuras de poder vaticanas. Me temo por tanto que solo Jesús con su látigo, como hizo en el templo de los evangelios, podría devolver a la Iglesia su sentido ético y expulsar a los mercaderes que la prostituyen y desnaturalizan. P.S: Escritas estas líneas me entero de que el cardenal ha pedido perdón. Ay, bendita herramienta católica que permite borrar la injusticia. Hasta la próxima, claro.
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba
Lunes 19 de octubre de 2015
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