Después de un verano en el que han sido tan difícil seguir manteniendo la confianza en el ser humano, iniciamos un nuevo curso en el que esta ciudad, como siempre, continúa a la expectativa. El nuevo gobierno municipal, del que me merecen confianza más personas individuales que su capacidad colectiva para hacer políticas distintas de las heredadas, se enfrenta a la dura realidad que supone una ciudad tan hermosa como cargada de contradicciones y miedos. Un gobierno que no debería olvidar que su función no es solo resolver los problemas concretos del presente sino también poner las bases para que el futuro, a ser posible, ofrezca a todas y a todos mayores dosis de justicia y bienestar social.
Más allá del mayor o menor acierto de nuestros representantes, o de las diversas esclavitudes partidistas, o incluso del peso de una coyuntura especialmente compleja, el principal problema que continúa teniendo Córdoba es la falta de definición sobre qué ciudad es y qué ciudad queremos que sea. Nos gusten más o menos, otras muchas ciudades de nuestro entorno han sabido posicionarse en el mapa, han concentrado esfuerzos en diseñar un horizonte y se ofrecen a sí mismas y hacia el exterior como una propuesta reconocible. Aquí, sin embargo, continuamos sin tener un relato que nos permita construir proyectos comunes, que sea capaz de aglutinar esfuerzos e ilusiones al tiempo que saca el mayor partido de sus mayores riquezas. Además de una pasividad, a veces extrema, no solo de las instituciones, sino también de nosotros mismos, existe una especie de timidez congénita, de freno que nos convierte en ridículos, de incapacidad para cerrar habitaciones oscuras y abrir ventanas. Los mismos sectores "progresistas" de la ciudad pecan de esa parálisis y, lo que es peor, de una complicidad, por acción u omisión, con las fuerzas que parecen dominar los adjetivos con los que seguimos definiendo a Córdoba. El nombramiento del actual delegado de Cultura de la Junta es el ejemplo más cercano de cómo la misma izquierda prefiere continuar por un sinuoso camino de servidumbres y mediocridades. En este caso, el asombro no radica tanto en el dedo ejecutor sino en el silencio bastardo de socialistas, progres y culturetas.
A esta ciudad, y en esto todas y todos tenemos nuestra cuota de responsabilidad, le falta valentía y descaro, juventud y dinamismo, atrevimiento y luminosidad. La misma institución en la que trabajo, que debería ser un permanente revulsivo crítico y transformador, acaba siendo la mayoría de las veces un eslabón más en la larga cadena de grises y domesticadas voces. Esas que parecen pertenecer a señores con corbata y trajes azules oscuros casi negros, con independencia del sexo de quienes portan el disfraz. Por lo tanto, no nos debería extrañar que, ante la falta de arrojo y miradas rompedoras, las calles sigan tomadas por los de siempre, los cuales incluso aparecen rearmados en una sociedad adormecida por tanto incienso y a la que, ante la falta de realidades terrenas, parece tan fácil seducir con vírgenes que miran al cielo y desde púlpitos que solo saben de monólogos.
En este nuevo curso, en el que son tantos los problemas por resolver y en el que siento una vez más que los principios que explico en clase son ya historia, esta ciudad, sus representantes, todos nosotros deberíamos empezar a asumir que el futuro solo tendrá como mucho magnas procesiones si no somos capaces de articular un modelo de ciudad que sume la bondad de nuestros recursos con la magia que nos inyecte energía. Para eso hace falta, insisto, mucha más valentía y un compromiso cívico que nos distancie sanamente de las capillas de cada uno y nos permita edificar un templo a la diversidad compartida. Un reto que quizás solo sea posible cuando en Córdoba, de una vez por todas, vivamos una revolución ilustrada.
Las fronteras indecisas
Diario Córdoba, 7-9-2015
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