En la mayoría de las religiones, muy especialmente las monoteístas, las mujeres han estado siempre condenadas a callar, a tener una posición devaluada, a someterse a las normas dictadas e interpretadas por varones. Frente a la capacidad de ellos para ejercer el poder que supone crear y aplicar las reglas, ellas han sido siempre las guardianas de tradiciones que habitualmente les han negado autonomía moral, les han velado el rostro y les han impedido el pleno desarrollo de sus capacidades. Lo cual no quiere decir que no haya habido mujeres en contextos religiosos que han luchado por tener su propio espacio y por tener las mismas oportunidades que los hombres, desafiando incluso a sus superiores. Recordemos que durante siglos los conventos fueron la única vía permitida a aquellas que no accedían al matrimonio, además de ser los únicos lugares en el que podían las mujeres adquirir ciertos saberes. Pensemos en Teresa de Avila, de la que este año celebramos el quinto centenario de su nacimiento y a la que podríamos considerar en muchos sentidos una mujer feminista.
Estas mujeres excepcionales tuvieron que luchar contra unas estructuras de poder patriarcales que, incluso, se encargaron de hacer invisible el protagonismo que ellas tuvieron en el primer cristianismo. Una traición que desde hace unos décadas intentan reparar las teólogas feministas, empeñadas en demostrar que Dios también puede tener voz de mujer. Precisamente esa voz es la que recupera El testamento de María, la obra de teatro basada en el texto de Colm Toibín y que el pasado viernes disfrutamos en Córdoba. En ella, una portentosa Blanca Portillo interpreta a María en su vejez, la cual recuerda el dramático fin de su Jesús y cuestiona una historia siempre contada por varones y que la situó en un lugar secundario, hasta invisible, de madre que da a su hijo en sacrificio, que renuncia a todo en un acto extremo de generosidad, a la que siempre hemos visto doliente y un paso atrás. Como en los cortejos procesionales de la Semana Santa: primero él, el Salvador, el hombre público, el héroe; después ella, la entregada, la sacrificada, la sufriente, la reproductora y la cuidadora.
La María de Colm Toibín, y ahora también la de Agustí Villaronga, que es quien ha dirigido la obra, y sobre todo la de la Portillo, podría ser cualquiera de esas miles de mujeres que desde siempre han visto como sus hijos mueren en las guerras y que ni siquiera han tenido la posibilidad no ya de reclamar justicia sino de hacer patente el dolor que las partió en dos. El grito de María es el de tantas que como ella tuvieron que obedecer sumisas la voz del jerarca, de un Dios hombre que organiza el mundo y nos juzga desde la verticalidad. El llanto de María es el de las muchas que todavía hoy, en nombre de dioses interpretados por varones, se ven obligadas a renuncias y a cadenas. Las heterodesignadas por quienes las necesitan obedientes, fieles reproductoras de la especie y de las costumbres, mejor calladas que con voz propia.
El testamento de María nos sobrecoge porque da voz a quien no la tuvo, a la que sometió a los dictados del ángel y a la que no pudo entender la vida sino como vivir por y para los demás. El amor que todo lo puede. El amor imposible cuando las dos partes no pueden negociar en igualdad de condiciones. María sin tronos, sin mejillas de niña, sin joyas ni flores, sin advocación, se hace mujer de carne y hueso y nos interpela. Quizás para hacernos comprender que los dioses, y las diosas, solo merecen ser alabados cuando nos liberan de los yugos y e hilvanan con pespuntes de gloria nuestra común e igual humanidad. María pagana que adora a Artemisa. Tal vez convencida de que, como bien sentenció Mary Daly, "si Dios es varón, el varón es Dios"
Las fronteras indecisas, Diario Córdoba
Lunes 13 de abril de 2015
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/testamento-maria_954660.html
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