De todos los afectos que podemos llegar a sentir los seres humanos tal vez no haya uno más intenso, complejo y turbio incluso que el que se genera entre una madre y su hijo/a. Por más que los hombres que somos padres nos empeñemos en sentir con la misma intensidad ese vínculo, y por mucho que algunos hayamos superado las barreras de una masculinidad que condicionaba negativamente nuestro papel de progenitores, nada es comparable a esa fuerza única, brutal en ocasiones, desgarradora otras, luminosa casi siempre, que se genera entre una mujer y el ser que ha parido. Y no solo porque la naturaleza condicione su posición como ser reproductor, sino sobre todo porque la cultura la ha hecho y la hace responsable de cuidar a sus descendientes, de acompañarlos, de sentir como propios sus fracasos y sus éxitos, de vivir para ellos incluso negándose a sí misma. Por todo ello la maternidad acaba siendo no solo una cuestión personal, sino también política, radicalmente política, en cuanto que acaba condicionando el ejercicio mismo de la ciudadanía, la autonomía de las que durante siglos solo pudieron ser madres o putas, el valor de unos trabajos que todavía hoy carecen del necesario reconocimiento social y económico.
Xavier Dolan siempre ha estado obsesionado por retratar los sentimientos y vínculos afectivos más complejos, y hasta dolorosos de los individuos, y muy especialmente los que se generan en el entorno familiar. Recordemos que su primera película se titulaba Yo maté a mi madre. Dolan muestra siempre en sus películas seres a la deriva, tremendamente vulnerables, débiles, enfermos no tanto del cuerpo sino más bien del alma. Y en su cine lo hace con una belleza extrema, es decir, la que no renuncia a mostrar el dolor, las aristas, la sangre incluso. Sus películas, y es sorprendente que haya dirigido tantas y tan profundas pese a su juventud, bien podría hilvanar toda una reflexión honda sobre los más oscuros recovecos del alma humana. Sobre sus deseos y sus miedos. Sobre sus luces y sus miserias. Sobre el ansia, al fin, de libertad que parece que es el hilo conductor que une a muchos de sus personajes.
En Mommy, su última y sin duda más lograda película, Dolan se centra en la difícil y apasionada relación entre una madre, Diane, y un hijo adolescente, Steve, hiperactivo y violento. Una relación que parece condenada al fracaso pero que los dos, de distinta manera, intentan salvar del naufragio. Algo en lo que será esencial el papel que jugará una vecina, Kyla, con la que formarán un triángulo peculiar, una familia atípica, una red de afectos y complicidades que poco tiene que ver con las que entendemos normalizadas. Incluso es posible descubrir que entre las dos mujeres se genera un vínculo amoroso que va más allá de las fronteras espinosas del género. Como también es habitual en el director canadiense, las dos mujeres de Mommy son seres con voz propia, hacedoras, luchadoras, protagonistas. Algo poco habitual todavía hoy en un cine dominado por los esquemas patriarcales y en las que ellas suelen ser comparsas, personajes accesorios o víctimas, pero en todo carentes de discurso propio.
Los tres protagonistas de Mommy comparten que son seres a la deriva, prisioneros, luchadores. Cada uno en una vida que no se lo ha puesto nada fácil y que le impide, en definitiva, ser completamente autónomo. Tres seres que son capaces de liberar amarras por ejemplo mientras escuchan una canción y acaban cantándola y bailándola. Tres seres que pueden llegar a ser violentos cuando no saben qué hacer con las emociones que les hierven dentro. Tres seres vulnerables a los que, como le sucede de hecho a Kyla, tienen hasta dificultades para pronunciar las palabras justas, las que representan las emociones estandarizadas, las que nos sujetan en vez de liberarnos.
Dolan nos cuenta esta dramática historia, que sin duda en manos de otro director hubiera degenerado en un previsible melodrama televisivo de sábado por la tarde, con una mirada limpia, luminosa, intensa sin llegar a ser intelectual, profunda pero sin caer en los excesos que la hubieran hecho insufrible. Su opción de mostrarnos la pantalla durante buena parte del metraje en forma cuadrada, y no rectangular, es mucho más que un recurso estilístico, ya que sirve para que enmarquemos a los personajes, para que nos concentremos en sus gestos y en sus miradas, para que enfoquemos bien el núcleo de lo que nos están contando. Un encuadre que se abre, y se vuelve amplio, en un momento en el que los tres protagonistas están respirando momentos de auténtica libertad. Un momento en el que los tres se sienten queridos y arropados, cuidados entre sí, necesarios.
Como también es habitual en su cine, Dolan hace, a diferencia de otros directores, un uso prodigioso de la música, de canciones, en muchos casos tremendamente conocidas (de Celine Dion a Lana del Rey, pasando por Oasis), que ayudan a entender los personajes y la historia, y que además provocan un lazo emocional con el espectador. En esta película es impagable el momento del karaoke en el que Steve canta el "Vivo per lei" de Andrea Bocelli. Una de las escenas más desgarradoramente bellas de la película y en la que el hijo muestra que no podría vivir sin el amor de su madre.
Como bien nos cuentan los protagonistas en uno de los más hermosos diálogos de la película, Mommy, y aunque pudiera parecer lo contrario, apuesta por la esperanza como elemento definidor del ser humano. Como la clave que nos permite sobrevivir y superar los obstáculos.Y quizás como el factor que con más precisión puede servirnos para definir el vínculo amoroso que se genera entre una madre y un hijo. Un amor que es siempre esperanzado, que confía en que siempre irá a más. "Yo siempre te querré más y tú me irás queriendo menos", sentencia Diane. Ese es sin duda el cordón umbilical que permanece siempre sin cortar, aún en las situaciones más extremas, también en las fronteras que hacen imposible la convivencia. Hasta en los sacrificios que una madre como Diane es capaz de hacer por Steve pero también por ella misma.
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