Hubo un niño en Valencia hace tres décadas que decidió permanecer en silencio hasta que cumplió 36 meses. Prefirió observar, aprender palabras y hacer travesuras. Comenzó de esa manera a construir un pasadizo secreto entre la vida y sus entrañas. Un lugar que cada año se iría haciendo más ancho y profundo, a medida que los días le iban regalando sorpresas y ventanas. Hasta que dijo su primera palabra un cascabel colgó de su cuello, como si fuera un gato rebelde, mediante el que la familia siempre encontraba su rastro.
Ese niño fue creciendo y se hizo un viajero infatigable. Aprendió otras lenguas y se lanzó a conocer al mundo. Consciente de que el suyo siempre se le quedaba pequeño, de que necesitaba repartir su corazón por miles de ciudades, de que con toda certeza en cada una de ellas encontraría una pieza perdida del puzzle con el que finalmente construiría su identidad. Tan necesitado como siempre estuvo de abrazos y de horizontes. De historias contadas casi al oído, como las que su abuela le contó en uno de sus primero viajes por Italia. La abuela maga que parece la narradora de un cuento de Ana María Matute y que hoy lo continúa mirando con ojos enamorados. Cum laude en las canas y en el pecho grande de mujer cómplice.
El niño que se hizo adolescente indómito, que se buscó y rebuscó por noches de neón y montañas que olían a incienso, se ha convertido en un hombre de coraje y ternura. Un ser con la firmeza dúctil de los principios que acogen, no que enfrentan, y con la capacidad indescriptible de serenar los oleajes que malditos azotan la vida. No ha dejado de ser el niño que no hablaba, ni el joven viajero, ni siquiera el que escribía redacciones tan perfectas que parecían copiadas. Ha ido acumulando tesoros en su pasadizo secreto que cada año que ha pasado se ha ido haciendo más transparente, más luminoso, más acogedor. Y su silencio primero se ha convertido en un caudal de palabras que sanan y que enseñan, que hacen brotar sonrisas cómplices y que acaban siendo incluso como un almohadón de plumas en el que es posible que la cabeza y el corazón se echen a dormir tranquilos una siesta.
Hace aproximadamente tres años escuché el sonido de su cascabel. Fue un sonido apenas perceptible, como el susurro de un amante al despertar. Era como una banda sonora que, en busca de película, caminaba gallarda y espléndida por las calles. Yo, que entonces andaba con mi playa sin arena, me atreví a seguir el suave tintineo. Aunque no sabía bien, tal vez por eso lo hice, a donde podía llevarme. Han sido tres años de viajes y fatigas, de estirones del cuerpo y del alma, de puertos descubiertos y puertas que se cerraban, de palabras que desde mis cuadernos viajaban hasta su pasadizo secreto siguiendo el rastro del cascabel.
El silencio se hizo palabra, y fuego, y lágrimas, y razón emocionada, y militancia serena, en una final de julio que bien ha podido ser el final de un capítulo. El niño que no hablaba se ha hecho hombre que habla y que con su verbo alumbra caminos. No con la rigidez de un profeta, ni con el poder de un jerarca, sino con la seductora convicción del que se está creyendo lo que dice.
Llegó Agosto y, con él, un verano de aguas anaranjadas y trío de diosas (Madonna, Britney y la ausente/present Miley). Viento de arena y dunas de amores secretos. Amparados bajo el manto de diosas mediterráneas y con una explosión de vida diversa que ni el Fellini más inspirado podría haber imaginado. Tostadas con aceite y jamón, un café, más café, arroz y vino de la Albufera. Sepia en el plato que no en las imágenes. Y al fin la llave... La llave que me ha permitido entrar en el pasadizo secreto que desde Valencia recorre el mundo - la India, Brasil, Londres, Italia, Senegal - y en cuyas paredes uno puede encontrar sentencias de la Butler, versos de Benedetti o una vitrina con consoladores, abanicos y una Virgen de los Desamparados hecha en China imitando a Lladró.
"Donde pongo la vida pongo el fuego", dice un verso de Angel González. Donde hubo silencio hoy hay vida, y fuego, y ganas, y hambre, y futuro. El me entregó el cascabel y yo una pulsera tejida con los colores del arco iris. El milagro de la risa y la vida en movimiento. En tránsito. Vivan los gerundios. Una historia de amor queer que nos hacer únicos e irrepetibles. Y todo por culpa de un cascabel...Ay, si la Butler hubiera nacido en Valencia...
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