Para Simón en su columna. Y alrededor nuestra casi todo era desierto.
"El principal problema era que no me gusta la gente en general ni la gente de mi edad en particular... lo cierto es que no me gusta estar con gente. Las personas, por lo menos según mi experiencia, pocas veces se dicen cosas interesantes. Siempre hablan de sus vidas, unas vidas que no son muy interesantes, y eso me impaciente. En cierto modo, creo que solo deberías decir algo si es interesante o es absolutamente preciso decirlo".
Cada novela tiene además alrededor suya cientos, miles de novelas, tantas como lectores la hayan tenido entre sus manos. Son las historias paralelas de como ese libro llega a nuestras manos y de qué manera entra en nuestras vidas. Porque soy de los que creen que las fronteras entre la literatura y la realidad no existen. Quizás porque necesite de la primera para salvarme de la segunda.
La novela de Cameron llegó a mi mesilla de noche gracias a las nuevas tecnologías, a esos nuevos senderos que nos permiten virtualmente no estar solos aunque finalmente nos sobre más de la mitad de la cama. En nuestras a veces largas conversaciones sobre literatura, cine y emociones, un recién conocido - al que sin embargo tengo la sensación de conocer desde hace décadas- me habló de ella. Solo el título, que apunté en seguida en mi cuaderno de novelas pendientes, me puso alerta. Justo al día siguiente, en el correo que periódicamente recibo de una de mis librerías favoritas - Berkana -, aparecía como una de las recomendaciones de la semana. No necesité mucho para agarrarme a esos dos hilos y buscarla, siempre con el temor de que en ese páramo que son las librerías cordobesas me miraran con cara de estupefacción al pronunciar al título y el autor que andaba buscando. Esta vez tuve suerte y la cara agria del dependiente que mejor estaría sirviendo hamburguesas en un McDonald`s no llegó siquiera a mostrar su habitual rictus de indiferencia.
Aunque acabo de leerle a Gustavo Martín Garzo que "El verdadero lector no busca en los libros lo que le halaga o confirma, sino lo que le niega y disloca: busca lo que no tiene", también es cierto que uno busca en ellos un espejo en el que mirarse. Un reflejo de sus propias miserias y locuras. Una forma, entre gozosa y retadora, de reafirmarse y de encontrar a un Viernes con el que compartir la isla. Algo así es lo que a me ha ocurrido a mí con James, el narrador de una novela, que se niega a ir a la Universidad y al que le gustaría comprarse una casa de campo y pasar el día leyendo ("Estoy convencido de que puedo aprender por mí mismo todo lo que desee saber leyendo libros y buscando el conocimiento que me interesa"). Un joven que detesta relacionarse con los demás, que sufre la vulgaridad que descubre alrededor y al que su inteligencia le descubre constantemente lo doloroso que es mirar comprendiendo. Un hombre haciéndose en el que ido descubriendo tantas claves de mi mismo, de las rarezas que a veces me generan dudas, de las que otras veces sirven de justificación para que desde fuera no se me reconozca. Porque yo también como James siento las mismas necesidades...
"Estar solo es una necesidad básica para mí, tan básica como la de alimentarme y beber agua, pero observo que a los demás no les pasa lo mismo... Únicamente me siento a mis anchas cuando estoy solo. Relacionarme con los demás no es algo natural para mí sino que me tensa y me exige un esfuerzo y, como no lo vivo de una manera natural, cuando hago ese esfuerzo no tengo la sensación de ser yo mismo".
Esta novela de iniciación, que tiene tanto de Salinger, es, además del retrato de un personaje inadaptado, rebelde, dolorasamente lúcido, el de toda una época líquida en el que las estructuras que hasta poco creíamos sólidas hacen aguas. Una época de la que es un magnífico reflejo el modelo familiar que nos retrata Cameron, la necesidad de buscar respuestas medicalizadas a lo que en muchas ocasiones no es más que la explosión de nuestra propia autonomía ("Creo que la terapia es una idea de las sociedades capitalistas bastante equivocada, en la que un examen de tu vida, complaciente para contigo mismo, sustituye a la auténtica realidad de la vida") o los efectos del 11S en una sociedad como la americana que de repente sintió como se agrietaba la armadura. De fondo, la angustia de alguien que no puede mirar el futuro ilusionado, que descubre cada día que el mundo de los adultos es terrible y que constata como "todo parece una prueba de que el mundo es una mierda y va a peor".
Hay mucho de mí en esta novela como intuyo que también del lector que hizo que llegara a mi biblioteca. Ambos compartimos, si no me equivoco, esa incapacidad que explica James para traducir las emociones en lenguaje o la dificultad para compartirlas porque de lo contrario parece que no fueran reales. "La mayoría de la gente cree que las cosas no son reales si no se expresan verbalmente, y que es el acto de expresarlas y no el de pensarlas lo que las legitima. Supongo que por ese motivo uno siempre quiere que el otro le diga `te quiero´. Yo pienso lo contrario, que los pensamientos son más reales cuando se piensan, que expresarlos los distorsiona o diluye, que es mejor que permanezcan en la oscura capilla de aeropuerto de tu mente, donde el clima está controlado, que si los sueltas y les da el aire y la luz se alterarán, como una película fotográfica expuesta por accidente". De ahí, supongo, nuestra necesidad de novelas y películas. Como manera de mirar y de expresarnos.
Ateo y anarquista ("Detesto la Capilla Sixtina. Odio que Miguel Ángel tuviera que desperdiciar su talento haciéndole el juego a la Iglesia Católica"), lector infatigable, feminista tal vez sin ser capaz de reconocerlo ("se trata de un buen ejemplo de por qué las mujeres deberían ocupar los puestos de poder, pues tengo serias dudas de que ninguna mujer hubiera derribado la antigua Penn Station"), inadaptado en un mundo de vulgaridad creciente, perturbado, brutalmente lúcido ("La razón de que no vaya a la universidad es que no quiero participar en un mundo que conlleva unas maquinaciones tan desvergonzadas"), sólo "téorica, potencialmente homosexual" ("Yo había que era gay, pero nunca había hecho nada propio de un gay no sabía si alguna vez lo haría. No podía imaginarlo, no podía imaginarme haciendo nada íntimo y sexual con otra persona, apenas podía hablar con la gente, así que ¿cómo iba a tener relaciones sexuales?"), nieto que escucha atento los consejos sabios de la abuela ("Lo difícil es no dejarte abrumar por las malas rachas. No debes permitir que te derroten. Tienes que verlas como un regalo... un regalo cruel, pero regalo a fin de cuentas"). Todo eso y más es James, temeroso ante el mundo de los adultos que le tocará vivir, incómodo en los 18 años a los que los demás insisten en ponerle adjetivos. Y tal vez, como casi todos, necesitado de ser acariciado aunque solo sea a través de un perfil falso en una red de contactos.
La preciosa edición del libro de Cameron - Los libros del Asteroide - se cierra con una cita, no casual, de Salinger: "Lo que me maravilla de un libro es que cuando lo terminas, desearías que quien lo escribió fuera muy amigo tuyo y pudieras llamarlo por teléfono siempre que te apeteciera". Yo he sentido eso con este pequeña joya. Pero no solo el deseo de hablar por teléfono con el que ha dado vida a James sino también con el que hizo que llegara a mi vida. Porque como al joven neoyorkino a mí también me asusta "el carácter azaroso de todo. Que las personas que podrían ser importantes para ti pasen por tu lado y desaparezcan. O que pases por su lado y las dejes atrás".
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