Diario Córdoba, 2 de Julio de 2013
Quiero pensar que soy uno de los muchos ciudadanos que están contemplando el tratamiento informativo del caso Bretón entre el bochorno y la indignación. Me parece impropio de una sociedad democrática que la carnaza y el morbo se conviertan en protagonistas de unos medios cuyo principal objetivo debería ser contribuir a la deliberación pública. Sin embargo, y una vez más, la horrible tragedia se ha convertido en un pretexto más para el circo y la anestesia de una ciudadanía que, en lugar de pasar tantas horas delante de la tele, debería estar tomando las calles y exigiendo responsabilidades a los sátrapas que nos han hundido en la miseria. Sin embargo, el dolor ajeno, la angustia que percibimos lejos de nuestra parcela y ese lado perverso que nos lleva a convertirnos en animales con sed de venganza, le están ganando la batalla a la mesura y a la confianza en el trabajo riguroso de la administración de justicia. A falta de pan, buenas son unas dosis diarias de tripas que nos permiten pensar que nuestro estado de supervivientes es el mejor de los estados posibles. El fútbol, esa religión tribal, se encarga de hacer el resto.
Entre tanta desmesura y tanta victoria del poder seductor de la víscera, faltan análisis serios que llamen a las cosas por su nombre y que, a su vez, puedan servirnos de diagnóstico certero para, en el futuro, evitar en la medida de lo posible que casos como el de Bretón vuelvan a producirse. Me asombra por ejemplo que en pocas ocasiones se haya subrayado que estamos ante un caso evidente de violencia de género, cuyas raíces están en un contexto relacional de desigualdad en el que el varón trata de llevar hasta sus últimas consecuencias el poder que considera legítimo ejercer sobre su pareja. Hasta el punto de recurrir al ejercicio de la violencia, en este caso a través de lo que más daño podía hacerle que eran sus hijos, y así demostrar que él continuaba siendo el que tenía la última palabra.
El caso Bretón es un ejemplo más de cómo la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres --y, de manera más amplia, sobre el espacio que se ha entendido como propio de ellas-- está directamente vinculado con una determinada concepción de la masculinidad y con unas reglas del juego que derivan de ella. Por ello, difícilmente avanzaremos en su erradicación si no ponemos el foco en el corazón del problema que no es otro que el terrible triángulo masculinidad-poder-violencia. Muchos de los detalles que hemos ido conociendo del presunto asesino de Ruth y José encajan a la perfección en lo que podría ser el retrato robot de un varón sometido al imperativo categórico de la masculinidad, maleducado en la gestión de sus emociones e incapacitado para reaccionar positivamente ante los reveses de la vida. Si a eso añadimos una determinada concepción del amor como escenario de posesión y de proyección de sus propias debilidades, tenemos la suma perfecta para detectar el origen de una reacción extrema con la que poner de manifiesto, en un último intento de autoafirmación, que él continuaba teniendo la sartén por el mango.
Desde estas claves es fácil comprender por qué cuesta tanto acabar con el terrorismo machista, incluso en países de democracias avanzadas como los nórdicos. Su origen radica en una construcción de lo masculino que, a su vez, es el sustento de un orden cultural que nos obliga a ser hombres y a demostrarlo permanentemente. Inasequibles al desaliento, nunca vulnerables, seguros de nuestro poderío. Hasta el punto de llegar en muchos casos a ejercerlo de manera brutal sobre las partes más débiles del contrato. Por ello, y aunque pueda parecer una respuesta simple, la única manera de acabar con esta violencia es apostar por la igualdad, lo cual pasa por empoderar a las mujeres en el ejercicio de sus libertades y por colocar al patriarca delante del espejo para que descubra horrorizado que ser macho mata.
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