DIARIO CÓRDOBA, 31-12-2012
Ella me mira con los ojos húmedos y no deja de repetirme: "Es que me he pasado la vida cuidando enfermos". Así, como si fuera una sentencia inapelable, mi tía confiesa "el mal que no tiene nombre". La miro y veo en ella a tantas mujeres que durante siglos no han hecho otra cosa que vivir para los demás. Los hermanos, los padres, el marido, los hijos. Descubro en su mirada triste las renuncias y los silencios, el olor a habitación cerrada, la huella de los hospitales y la frustración que genera vivir la vida como si no fuera más que un tránsito hacia la muerte. Mi tía me cuenta a su manera la indignación casi recién descubierta a sus años con un sistema que la educó para la obediencia y la entrega, mimada desde un paternalismo que puso tantas rejas a sus días. Es consciente de las libertades no gozadas, aunque ahora sea tarde para dar marcha atrás y empezar de cero. Como si el libro estuviera por escribir. Páginas en blanco donde garabatear errores y atrevimientos, letras de colores y los versos que nadie le escribió.
Me imagino que todos tenemos en nuestra familia una o varias mujeres como mi tía. Esas mujeres que siempre huelen a magdalenas recién hechas, a perfume antiguo, a enagüillas cálidas y a café humeante. Las que siempre han sido expertas en hacer milagros y las que, justo ahora, en estos tiempos en que el hambre resucita, tratan de mantener la cabeza alta frente a unas estructuras que las convierten de nuevo en perdedoras.
En este último día de un año de óxido y heridas, prefiero no hacer balance de la caradura de unos pocos que estamos pagando entre todos y prefiero detenerme en el reconocimiento a todas esas mujeres que siempre, y mucho más en época de estrecheces, constituyen el sostén de la vida. Las que llegan donde no lo hacen los derechos y que ahora además corren el riesgo de volver a ser enclaustradas en lo privado. Víctimas principales de una crisis que arrasa con la justicia social y que nos demuestra una vez más las malas relaciones que la libertad extrema tiene con la igualdad. En esta Nochevieja agridulce, en la que nos sentimos tremendamente vulnerables, recuerdo mis miedos infantiles y las manos, siempre femeninas, que me rescataban de ellos. "Paqui, dame la mano", le decía a mi tía en esas noches en que la habitación amenazaba con llenarse de fantasmas. Su mano grande y cálida me devolvía al paraíso de las sábanas planchadas por mi abuela, a los sueños que un día yo haría realidad mientras que ella los contemplaba pegada a la lumbre del hogar, viendo pasar los años en las arrugas de los abuelos, en las dolencias del marido, en las calles de un pueblo donde la vida se desliza con la parsimonia a veces asfixiante de la rutina.
Estos días no he dejado de pensar qué regalo podía pedirle a los Reyes para mi tía. Después de haber agotado todas las ocurrencias posibles, pensé que lo que mejor podía hacerle era escribir estas líneas en señal de reconocimiento y homenaje. A ella y a todas las que como ella han consagrado sus días a cuidar de los demás, a procurar que los vacíos no fueran tales, a sanar las heridas y a sostener la armonía aún a costa de negarse su habitación propia. Esta sociedad, tan poco generosa con el reconocimiento de los valores que se apartan del canon patriarcal, debería algún día mirar hacia esas mujeres, aprender de su sabiduría y poner los mimbres para que, al fin, ni una sola de las presentes careciera del derecho a elegir. Con ese sueño, en este fin de año que duele, vuelvo a la casa de mi tía y soy yo el que ahora le da la mano con la intención de que no deje de soñar.
Fotografía: Fotograma de la película AMADOR, de Fernando León de Aranoa
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