Como tantas veces y tan bien ha explicado Gustavo Martín Garzo, los cuentos tradicionalmente considerados infantiles encierran lecturas mucho más complejas. En ellos residen todas las debilidades, los vicios y las pasiones del ser humano. Y sobre todo en ellos es fácil encontrar siempre el rastro de la vulnerabilidad humana, el miedo, la angustia de vivir, la muerte como parte de la vida, la enfermedad y el desarraigo. Hay pues entre sus páginas mucha oscuridad, crueldad incluso, las agudas y punzantes aristas que nos condenan. Porque todos somos al fin como esas princesas que duermen esperando un galán que las despierte, o todos hemos sufrido una madrastra o padrastro que nos ha jodido la vida, o incluso hemos esperado que con una palabra mágica se abriera una puerta clausurada con mil cerrojos. De ahí que en buena medida la literatura, y otros espacios narrativos como el cine, no hacen sino recrear, extender y entretejer los laberintos ya presentes en esas piezas pequeñas, sutiles, artesanales, que son los cuentos mal llamados infantiles.
Pablo Berger ha tenido la gran sabiduría de entresacar esas lecturas complejas de la historia tradicional de Blancanieves y además lo ha hecho trasladándolas a un contexto histórico, cultural y estético muy nuestro. Ha urdido puntillosamente, con el primor de un artesano, imágenes poderosas para contarnos una historia de siempre que milagrosamente parece nueva. Y para ello la ha ubicado en un imaginario muy español, bebiendo de una suma de fuentes inabarcable con una simple mirada. Se nota la influencia del expresionismo alemán, pero también la negrura de buena parte del arte español y hasta el casticismo esteticista de Julio Romero de Torres. De todo esa mezcla, que Berger domina con pulso y pasión a un tiempo, destaca la mirada que proyecta sobre ese cuento/realidad que es nuestro propio país. De ahí el acierto de ubicar la historia en el mundo del toro y en la Andalucía de los años 20. Porque, junto a otros muchos matices, esta Blancanieves nos muestra una España que entronca con Goya, con Valle Inclán, con Buñuel, con el esperpento y con la tragedia. Esos rostros de la España del hambre, de las mujeres que no saben leer, de las peinetas y los crucificados. La España de mucha hambre y de poca esperanza, como bien explicara María Zambrano. Por ello, la opción del blanco y negro y del silencio es toda una declaración de intenciones. Mucho más que una opción estética, es también una posición ética. Con ambas Berger, al que tuve la suerte de conocer años en un seminario en Córdoba y que me pareció un tipo muy listo, logra un producto que, además de ser hermosísimo, nos transporta a una parte de nosotros mismos. Nos sacude con sus dosis de crueldad y de bajas pasiones. Con su belleza de ojos penetrantes. Hasta en ese final un poco parada de los monstruos, en el que el espectador se pregunta si la lágrima que vemos en el rostro de Blancanieves no es nuestra propia lágrima, la de quienes seguimos condenados a estar dormidos a la espera de un príncipe que nos saque del sueño.
Y como el guionista y director es un tipo muy inteligente sabe jugar con los referentes y con los tópicos, hasta el punto de que a muchos les da la vuelta. Así, esa vuelta de tuerca que supone ver a una mujer triunfando en los ruedos es mucho más que una venganza personal. Se convierte en una estocada valiente. La perfecta jugada con la que rematar una película que, junto a todo lo anterior, es sobre todo una película de mujeres. La abuela, la madre, la madrastra, la hija. El espacio privado como lugar de los grandes amores y de las grandes tragedias. Las heroínas silenciosas y las luchadoras no reconocidas. Rostros de mujeres que no hace falta que hablen. Prodigiosas actrices que nos miran y nos hieren (Angela Molina, Maribel Verdú, Macarena García, esa niña increíble...). Esta película es de ellas. De las que en todos los cuentos andan perdidas por los bosques, o esperando el amor, o vengando sus dolores lejanos. Las que limpian la porquería de los gallineros y las que son por y para los hombres. Las protagonistas de coplas como las que canta Silvia Pérez Cruz en una banda sonora mágica. Que hasta puede olerse y palparse. En cada fotograma de una película que, paradójicamente, y pesa a tanto aparente artificio (el cine siempre es mentira), transpira autenticidad. La que reside en los pliegues de los cuentos que siempre nos llevan a un bosque en el que rezamos para que no caigamos en las manos de un ogro.
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