DIARIO CÓRDOBA, 7-5-2012
Siempre me ha gustado mucho la fiesta de los patios pero cada vez me gusta menos en lo que se está convirtiendo. Hasta tal punto que no me resulta extraño que la Unesco tenga dificultades para entender qué pretendemos proteger como patrimonio inmaterial de la humanidad. No cabe duda de que originariamente los patios remitían a un singular modo de vida, a un concreto estilo de relaciones personales y sociales y, muy especialmente, a una asombrosa conversión de lo privado en público. Ese espacio interior que era compartido y vivido en plural suponía una inteligente erosión de las estructuras patriarcales tan dadas a marcar fronteras. En los patios, esas fronteras cedían ante el impulso creativo de las palabras. Así se convertían en recintos abiertos, en escenarios y en altavoces, lugares donde confluían el drama y la comedia y donde, sin saberlo, muchos hacían arte público. Al mismo tiempo, los patios no dejaban de ser en última instancia el reducto de los cuidados siempre en manos de las condenadas a ser las reinas de la casa, de las que aprendieron con sagacidad a otorgarle a la belleza una dimensión humana.
Hoy, sin embargo, poco queda, salvo en contadas excepciones, de ese modo de vida que significaban los patios. Estos se han convertido en un reclamo turístico exitoso que cerca está de convertir a la ciudad en un parque temático. Es innegable que continúan siendo un regalo que tenemos la suerte de disfrutar como quien encuentra un tesoro en medio de la maleza. Ahora bien, en los últimos años, y gracias a un por otra parte bienvenido boom turístico, resulta cada vez más incómodo y hasta contrario a su espíritu primero sufrir las colas que se acumulan en las puertas, sentirse como un japonés con el tour programado o apenas tener la posibilidad de intercambiar unas palabras con la mujer que suele tener el mapa del tesoro.
La evolución que ha experimentado los patios refleja, en buena medida, las paradojas en las que está atrapada esta ciudad. De una parte, y dadas las penurias económicas que nos azotan, parece lógico que apostemos ciegamente por su potencial turístico. Sin embargo, hemos de ser conscientes de esa apuesta también conlleva sus límites y sus riesgos. Entre otros los que supone confundir turismo con cultura y los que derivan de la primacía de unos intereses comerciales que, obviamente, son los que guían a los empresarios del sector. Unos intereses que no siempre logran conjugar con equilibrio cantidad y calidad.
De otra parte, en esta ciudad seguimos sin ser capaces de establecer un hilo de complicidad entre la tradición y la contemporaneidad. Por ello, hemos sido incapaces de generar las condiciones necesarias para conseguir que los patios, con todo lo que históricamente han implicado desde el punto de vista antropológico y social, continúen abriéndose no como una escenografía sino como un escenario en el que los vecinos y las vecinas sean protagonistas. Salvo en experiencias muy puntuales, no hemos sabido convertirlos en espacios privilegiados de creación, de intercambio, de pulso ciudadano los 365 días del año. Eso sí que habría supuesto una evidente continuidad con un patrimonio digno de protección, en contraste con las ferocidades urbanas, de forma que los patios se habrían mantenido como una metáfora de eso que Innerarity denomina "epistemología poética de la excepción".
A pesar de todo, en estos días volveré a los patios que cada mayo me reconcilian con lo más auténtico de una ciudad que es en sí misma una excepción que queremos y nos duele a parte iguales. Buscaré en esa belleza que se ofrece algún asidero que me salve de la angustia que vivimos. Buscaré el rostro de esa mujer mayor que siempre me cuenta su arte del cuidado y, en las arrugas de su rostro, confirmaré que ella es también hoy la principal perdedora de una crisis que nos está restando dignidad.
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