DIARIO CÓRDOBA, 2-12-2012
Un avión que no levanta el vuelo, como si estuviera condenado a ser desde el presente pura arqueología. Un palacio de congresos que apenas es un pentagrama en la cabeza del director de una orquesta sin lugar. Un centro de creación contemporánea que no deja de crecer, desafiando al horizonte con sus colmenas. El horizonte de la vieja ciudad siempre quieto, imperturbable, soberbio y algo ensimismado. Un centro de recepción de visitantes que no recibe a nadie, turistas que pasean y que no pernoctan, artistas que no cobran haciendo circo. Una Mezquita que de noche sólo quiere ser catedral. La ciudad de las negaciones, de las apariencias, del quiero y no puedo, y de los golpes de pecho que aún viniendo de agnósticos apestan a incienso.
Paseo por la ribera y, además de descubrir miradas inéditas, intento convertirme en un extranjero que mira la ciudad desde afuera. Un visitante que llega buscando la ciudad de la cultura y que acaba chocando con un perfil de dama orgullosa, un tanto falsa. De esas que lucen permanente en la cabeza en lugar de corona y que prefieren tomar sopas de avecrem antes que renunciar a los tiros largos.
Paseo en este diciembre soleado por la otra orilla, huyendo de los villancicos que se me atragantan tanto como los mantecados, y veo proyectado en las paredes vírgenes del C4 el pasado reciente de la ciudad. Ese en el que nos creímos un proyecto colectivo, en el que las instituciones por una vez sumaron y en el que pensamos que, al fin, la cultura era más que un eslogan que vender en Fitur. Todos soñamos con la que la ciudad, y muy especialmente sus representantes, habían asumido que la cultura es un motor sociecónomico y que nuestro futuro o pasa por ella o no será. Veo en la pantalla a Barceló comiendo arcilla, a Alicia de Córdoba que continúa atrapada en su patio, a los vecinos y a las vecinas de la calle Imágenes pintando las aceras con limonada. El puente romano sigue lleno de gente vestida de azul, aunque no logro descubrir a la gerente de sueldo millonario. Las pantallas del C4 proyectan en bucle la comparsa interminable de políticos y de políticas con casco, las sonrisas generosas de los artistas y creadores ninguneados e incluso me veo a mí mismo, tragando sapos y culebras, pero entusiasmado, cómplice, convencido de que no había que dejar ninguna rendija por la que pudiera entrar el desencanto.
Cae la noche en el río y se encienden las luces del C4. El agua, el cielo, el balcón, parecen otros. Huelen a promesas. Mientras que la ciudad disfraza con bolsas de plástico su melancolía, al otro lado del río se asoma el futuro. Cargado de interrogantes. Como un espléndido escenario en el que siguen faltando los actores, el guión y el público. Tan dubitativo como el poeta que sabe que no tendrá primavera, tan ofuscado y digno como Pilar Citoler en busca de posada, tan banal como las risas de los Morancos en el Gran Teatro, tan solitario como la Casa Góngora, tan escurridizo como una guitarra sin dueño.
Vuelvo a mi casa con los ojos llenos de miel y, al fin, me atrevo a quitar del balcón las banderas azules. Seguían ahí como las plantas que uno espera recuperar tras las lluvias. Las corto en trocitos pequeños y las envío, como si fueran reliquias, a todos a los que la crisis está obligando a elegir entre la realidad y el deseo. Menos mal que siempre nos quedarán el río, el poeta que añora abril y el bailarín incondicional que no se resiste al silencio. De su mano aprendo a soltar lastre, al tiempo que asumo que en este 2012 todos veremos desnudo al emperador por más que él insista en que todavía no se ha quitado el traje azul que tapaba sus vergüenzas.
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