Volver a Cádiz es una necesidad. Como una medicina que mi alma de viajero requiere para seguir teniendo pulso. Como el regalo que, aún siendo esperado, no deja de sorprender.
Vuelvo a Cádiz, a su playa de la Victoria, a su arena de cuerpos salados, a su aire de abanico atlántico. Y es como si volviera a nacer: niño hambriento de helados, joven buscador de cuerpos, hombre que mira el reloj del tiempo.
Me siento en la terraza y veo amanecer, hacerse la luz, como si el sol entero sólo naciera en este pedacito de tierra. Y vuelvo a sentirme como un poeta náufrago que sigue buscando cómo hacer que rimen los versos de su vida.
Cádiz vuelve a mí y yo vuelvo a sentirme vecino de sus azoteas. Sirena masculina de sus playas. Hijo del sol que todavía se siente un adolescente de deseos y vientres.
Y sello, un julio más, el pacto no escrito que hace tiempo me hizo deudor de la bahía, esclavo de la Caleta, amante de copla y fuego en este mar donde quisiera escribir el capítulo más hermoso de mi existencia. El que un día me haga recuerdo desde la alegría de haber sido parte de esta playa, de esta tierra, del sabor amargo y dulce que llevan en sus labios los marineros.
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