Nadie puede negar que el cambio experimentado por Andalucía en estos 30 años de autonomía ha sido espectacular. La región ha recorrido en tres décadas todos los caminos que la historia le había negado y ha logrado superar muchas de las carencias que hicieron del Sur una etiqueta despectiva. Los avances en infraestructuras, en educación, en sanidad, en desarrollo territorial nos han acercado a la modernidad, aunque todavía seguimos ostentando determinados índices de los que no nos podemos sentir orgullosos. Algo que se hace especialmente visible en una época de crisis como la que estamos viviendo.
En Andalucía hemos hecho muchas transiciones pero aún nos quedan algunas por culminar. La más importante es, sin duda, la cultural. En estos años no hemos conseguido superar determinados tópicos y estereotipos que incluso han sido fomentados por los poderes públicos. Para constatarlo no hay más que ver el espot realizado por la Consejería de Turismo para apoyar la candidatura de Córdoba a la capitalidad cultural. Aún no hemos sido capaces de reinventar nuestras tradiciones, de someterlas a lecturas más contemporáneas, de cuestionar nuestra identidad hasta asumir que la diversidad es su verdadera esencia. Seguimos aferrados a los paradigmas, a los mitos, a la comodidad reaccionaria que implica pensar que la cultura es estática. Por ello, creo que deberíamos hacer un esfuerzo todos, pero muy especialmente las instancias con responsabilidades en el ámbito cultural, para ir más allá de lo evidente, de lo facilón, del discurso de postal y de los fuegos de artificio. Deberíamos, al contrario, asumir el potencial de nuestras mezclas para posicionarnos en el presente y adelantarnos al futuro. Y desde esa posición sería mucho lo que tendríamos que aportar al resto del mundo, sobre todo si asumimos con valentía nuestra posición de llave con el mundo árabe y nuestro lugar privilegiado entre el Mediterráneo y el Atlántico.
Por otra parte, en estas décadas se ha ido generando una concepción de la cultura excesivamente paternalista y dependiente de las instituciones, con lo que ello supone de resta para la libertad y el pluralismo. No seré yo quien niegue el papel fundamental que el Estado social ha de jugar en la difusión y promoción de la cultura, pero ha de evitarse que ello se traduzca en una herramienta de sumisión, poco favorecedora de la iniciativa privada y administrada por unos políticos que igual diseñan un plan de excelencia turística que deciden cargarse las ayudas al arte contemporáneo. En general, y ese es uno de los grandes déficits de esta tierra, se ha fomentado más la dependencia de las subvenciones que la cultura del emprendimiento, lo cual a su vez ha generado una red de clientelas que hoy resulta tan difícil de desenmarañar.
Y, en tercer lugar, ahora más que nunca faltan en nuestra región líderes --y no solo en el ámbito político, también en el económico o en el intelectual-- que sean capaces de renovar las ilusiones, de ofrecer salidas al pozo sin fondo en el que nos encontramos, que apuesten por la transformación y que no sean presas del miedo ni de las hipotecas partidistas. Ante un próximo escenario electoral, ese es el gran drama de Andalucía: la necesidad de renovar una estructuras de poder que empiezan a oler a podrido y la ausencia de una alternativa que sea capaz de generar confianza.
No tengo ninguna duda de que es el momento del Sur, que desde aquí podemos ofrecer a Europa y al mundo en general propuestas que sirvan para regenerar unas sociedades atemorizadas y en las que ya no sirven los viejos paradigmas. El problema es que para ello tendríamos que empezar por reinventarnos nosotros mismos y que necesitaríamos hombres y mujeres que desde lo público lideraran esa revolución. Algo que de momento no es más que un sueño de los que nos gustaría que nuestra bandera fuera verde y violeta. El verde de la esperanza y el violeta de la igualdad.
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