Cuidar la democracia
06/12/2010 OCTAVIO Salazar
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Quiero pensar que la crisis que estamos viviendo --y que no es solo económica, sino también política e incluso ética-- puede ser una oportunidad para revisar un modelo de convivencia que, anclado en la suma de capitalismo y democracia, da muestras de agotamiento. Indudablemente son necesarios muchos cambios estructurales, bastantes reformas institucionales, pero sobre todo necesitamos un nuevo liderazgo y una nueva ciudadanía. Factores que van de la mano en cuanto que se retroalimentan y condicionan recíprocamente.
Uno de los grandes errores de las democracias, y muy especialmente de la nuestra, es haber descuidado lo que podríamos llamar la dimensión sustantiva de la ciudadanía. Es decir, en estos años de sistema constitucional hemos logrado garantizar su dimensión formal, centrada en un conjunto de derechos y en unas reglas del juego, pero hemos alojado en un desván las obligaciones que un sistema pluralista reclama. En este sentido, la democracia es el más exigente de los regímenes políticos en cuanto que, para su buen funcionamiento, exige hombres y mujeres con espíritu cívico. Este vendría a ser como el músculo del cuerpo democrático, el cual requiere cuidados y entrenamientos diarios para alcanzar determinadas metas.
Nuestra democracia ha desatendido durante más de treinta años la necesidad de forjar una ciudadanía educada en los valores comunes y comprometida con la cosa pública . Más bien al contrario, hemos consolidado un modelo basado en el individualismo egoísta, en la felicidad consumista y en una visión paternalista del Estado. Todo ello en paralelo al progresivo asentamiento de una clase política profesional y mediocre, cada vez más ensimismada y con menos capacidad para generar confianza y entusiasmo. Y, por supuesto, sin la altura de miras requerida para acometer las transformaciones que el sistema está pidiendo a gritos. Un círculo vicioso que en los momentos actuales debería hacernos levantar de la poltrona en la que nos acurruca Belén Esteban.
Por ello, cuando ponemos el acento en las tan merecidas críticas que merecen la mayoría de nuestros representantes, no deberíamos olvidar nuestra cuota de responsabilidad. Porque todos, con diferentes niveles de participación, hemos contribuido a engordar un globo, de colores maravillosos pero solo relleno de aire, que finalmente nos ha explotado en las narices. Durante mucho tiempo hemos vivido más preocupados por el tener que por el ser, más entusiasmados por nuestra parcela de felicidad que por los intereses generales, acomodados en el lecho de una moral de nuevos ricos en vez de impulsados por la energía transformadora de una ética cívica. La que debería enseñarnos de una vez por todas que nuestro bienestar y nuestra dignidad están inexorablemente unidos al bienestar y dignidad de los demás. O, lo que es lo mismo, que nuestra felicidad o es política o no es.
Una educación ilustrada y una ciudadanía crítica son los presupuestos ineludibles para alcanzar eso que el preámbulo de nuestra Constitución califica como "sociedad democrática avanzada". Para ello es necesario que los poderes públicos dejen de tratarnos como menores necesitados de tutela y que nosotros mismos maduremos hasta convertirnos en protagonistas, y no en meros espectadores, de un sistema que para su buen funcionamiento no solo necesita buenos gobernantes sino también una ciudadanía virtuosa.
Ojalá que la crisis que nos azota nos sirva para asumir de una vez por todas que la democracia necesita ser cuidada y que, para ello, requiere de las armas de la educación y de la cultura. Las únicas que son capaces de hacernos realmente libres y que, mucho me temo, serán las más afectadas por los recortes de unos dirigentes que parecen haber perdido la brújula que marca el Estado social y democrático de derecho. Por no hablar de lo costoso que serán de asumir por una ciudadanía anestesiada por las luces navideñas y por unos líderes políticos que nos confirman cada día que en el país de los ciegos el tuerto es el rey
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